Archive for agosto 2011

Zine I: género

La crítica cinematográfica cita White zombie (Halperin, 1932) como la primera película protagonizada por zombies. Nos encontramos en este primer ejercicio con un zombie pre-clásico, el zombie haitiano por antonomasia. Este subgénero, cuasi olvidado hasta The serpent and the rainbow (Craven, 1988) alcanzó once años después su culminación con el clásico I Walked with a zombie (Tourneur, 1943). No es mi intención detenerme en los rasgos y ejemplos de esta línea de protagonismo zombie. El cine de zombies al que me refiero (al que me referiré en ocasiones como zine para evitar redundancias) escapa de contextos historicistas y dedica toda su atención, más que al zombie en sí mismo, a las consecuencias de su aparición en la sociedad, por lo general catastróficas.

El zine clásico nace en 1968 con Night of the living dead de George A. Romero. Este primer modelo de monstruo fue apuntalado por Romero como estándar unos años después con Dawn of the dead (1978). Nos encontramos con una doble hazaña. Romero, con solo dos películas, articula una estructura cinematográfica casi insuperable. Treinta años después, sus tópicos se repiten, y resulta complicado escapar de su larga sombra. La segunda hazaña queda reflejada en las frondosas ramificaciones de su legado, extensas y abigarradas, que contaminan otros géneros y épocas como la reciente anti-utopía de The road (Hillcoat, 2009, a partir de una novela de McCarthy) o el cine policíaco de la época en Assault on precint 13 (Carpenter, 1976). Junto al western y su hermano japonés el chambara, el zine romeriano es sin duda el subgénero más prolífico de la historia del cine, y la influencia de Romero fundacional, cuasi bíblica.

Esta mínima remembranza histórica puede ser discutida y completada por expertos en la materia, que sin duda encontrarán similitudes e influencias en obras anteriores a la trilogía romeriana. No es mi intención discutir tal debate.

La muerte en Londres III

(escrito durante los disturbios)

Hace unos meses, cuando volvía de trabajar, sobre las seis de la mañana, me encontré toda la parada de metro y alrededores de Mile end tomados por la policía. En una muestra más de su exceso de celo, habían paralizado toda una vía neurálgica de la ciudad, con varias líneas de autobuses 24 horas. El motivo no parecía tan decisivo: un hombre había sido asesinado a puñaladas en la discoteca de la esquina.

A partir de este hecho, la esquina concreta se llenó de panfletos y carteles de la policía en los que se pedía ayuda ciudadana para resolver el crimen. Este hecho ya ha sido explicado en El samurai entrópico.

La semana pasada, un hombre, en un intento por cobrarse su propia justicia, resultó muerto en un tiroteo con la policía. Este hombre resultó ser el primo del hombre apuñalado en Mile end. A partir de ahí, el fuego.

Mientras escribo, el norte de Londres arde. Aquí, en medio de este polvorín silencioso, entiende uno los sucesos en Marsella y Paris y las masivas quemas de coches. Estas ciudades multiculturales, subdivididas en guettos irremediables, con sus perfectas fronteras entre clases, no necesitan demasiados estímulos para estallar en guerra. El precario equilibrio entre la periferia empobrecida y superpoblada y un centro millonario y militarizado de cámaras y policías depende de un soterrado acuerdo feudal disfrazado de bien común, y solo necesita que parte de la masa sea testigo de una de sus crueles anomalías para quebrarse.

Sobre el lavado de manos

A través de The Nurse he tenido conocimiento de ciertas políticas del Royal Brompton Hospital relativas al lavado de manos. Un asunto banal que al parecer adquiere importancia capital en la batalla contra el virus MRSA.

Por descontado, es preciso lavarse las manos antes de entrar en cada habitación. Esta obligación continua, que ya parece rigurosa, es en realidad el escalón más bajo, el estándar mínimo de todo el proceso. Hay botellines de aceite desinfectante al lado de cada puerta, hay pilas en cada habitación... las manos están limpias.

En una sociedad menos jerarquizada el asunto podría terminar ahí. Pero no es suficiente, en absoluto. Es preciso cubrir las paredes con gráficos de buena praxis en cuanto al asunto de lavarse las manos. La forma de hacerlo, las zonas más vulnerables, la más recónditas y difíciles de pulir.

La cosa se vuelve rara. El proceso ha quedado claro, pero necesita supervisión. Existen auditorias aleatorias, personas encargadas, de hecho, de vigilar y apuntar los errores en los lavados de manos. El último estadio en este loco descenso a los infiernos de lo sistemático me ha sido comunicado hoy.

Esta mañana The Nurse ha hecho una demostración práctica ante una supervisora. Se ha lavado las manos mientras era observada. Este nivel ínfimo de confianza, esta necesidad de reafirmación absurda, geometría aplicada a los aros de humo, no nace de un ansia de perfeccionismo, sino de la necesidad de cubrir cada hueco del proceso sanitario, acorazar el sistema para que sea invulnerable, para que, pase lo que pase, una última red de seguridad (un protocolo perfectamente apuntalado) evite, incluso en la tragedia, ser denunciado.

Pero en este mundo terrible también hay momentos para el humor. Tras observar un ejemplo de cómo hay que lavarse las manos correctamente, me he dado cuenta de que seguramente yo habría suspendido esa prueba.

La muerte en Londres II

En el este de Londres, bordeando el límite de lo que aún puede considerarse centro urbano, se encuentra el cementerio de Tower Hamlets. Abandonado a la naturaleza, solo los grupos de voluntarios dominicales separan al antiguo camposanto de su conversión en jungla. La tumba más reciente de la que tengo constancia data del 2005, y sospecho que es única. La inmensa mayoría de los muertos encontraron su lugar a mediados del siglo pasado.

A efectos prácticos, el cementerio es un parque. Uno especialmente salvaje y descuidado, un trozo de bosque gótico. Los cientos de lápidas, las estatuas y mausoleos se yerguen entre las matas con naturalidad, hasta el punto que resulta sencillo olvidarse de su origen humano y pretender que son solo rocas entre los árboles, y que bajo ellas no hay más que tierra. El único reducto para la trascendencia lo compone un monumento homenaje a los muertos británicos de las dos grandes guerras. Cada once de noviembre, los nostálgicos acumulan amapolas a los pies de los nombres de los soldados.