Archive for abril 2012

Visiones de Tailandia: un día en el parque




En el mundo del fútbol existen los minutos de la basura. Ese tiempo al final de un partido ya decidido que los jugadores agotan con indolencia y falta de interés. Los últimos días en Bangkok pasaban lentos y calurosos. Las compras finales y un inesperado combate de muay thai contribuyeron a sazonar unos días destinados desde el principio al tedio. Casi dos meses después de haber llegado a Tailandia el cansancio pasaba factura, y una ciudad inabordable y pegajosa no lo aligeraba. Bangkok prometía aún territorios inexplorados, pero nuestro límite ya había sido rebasado, quién sabe cuánto tiempo antes. A cuarenta y ocho horas del vuelo de regreso, más por inercia que por una decisión consciente, nos encontramos vagando sin rumbo por el jardín Saranrom, frente al Wat Pho. Sorprendía la cantidad de tailandeses que se encontraban en ese momento haciendo deporte. Al menos una centena corrían en círculos por los contornos del recinto. En su interior, un grupo de no menos de cincuenta hacían aerobic al compás de los movimientos de un monitor convenientemente situado sobre un proscenio. En una plazoleta cercana, un grupo de hombres mayores jugaban a la pelota.

El juego consistía en pasarse la pelota sin que cayese al suelo, en una especie de rondo aéreo en el que se podía usar cualquier parte del cuerpo excepto las manos. Los pases se sucedían con virtuosismo, con el empeine interior del pie, con la cabeza, de espuela (“escorpión”, que se diría en jerga), con los codos, y en toda suerte de piruetas y gestos técnicos imposibles. Exceptuando un par de los jugadores, la edad media del grupo no bajaba de la cincuentena. La admirable forma física y la fluidez de los movimientos resultaban hipnóticos.

Este juego era una variable no competitiva del sepaw takraw, esa mezcla entre fútbol y voleibol que se practica en el sudeste asiático y que ya habíamos presenciado en Chiang Mai. Ese deporte espectacular y exigente no es sino el desarrollo más notable de una disciplina más extensa. Las versiones aptas para jugadores menos atléticos comparten los rasgos esenciales del deporte matriz: la combinación aérea, la pelota de rattan, la capacidad casi mágica para pasarse la pelota sin que toque el suelo.

En Kamphaeng Phet habíamos visto otra alternativa que agregaba cierto interés competitivo. En mitad del rondo, cinco metros sobre sus cabezas, había colocada una cesta donde intentaban introducir la pelota. El juego seguía siendo el mismo, pero de vez en cuando el jugador no se contentaba con dar el pase sino que ensayaba el asalto a la cesta. Aquel grupo de ociosos bomberos lo lograba con impresionante sencillez. Al ver que les fotografiaba, comenzaron a probar movimientos cada vez más complejos. Tampoco estos eran hombres jóvenes, pero eso no era un inconveniente. La forma física general de los mayores asiáticos no deja de sorprender a cualquier europeo.

No he sido del todo fiel con respecto a los motivos de haber convertido las últimas horas en Bangkok en minutos de la basura. La noche antes de nuestro día en el parque, nos levantamos a las cuatro de la mañana para presenciar junto a un grupo de borrachos de Kao San el enésimo Madrid-Barça de la era Mourinho/Guardiola. Por segunda vez desde que estábamos en Tailandia, nos retábamos a conseguir la hazaña de levantarnos de madrugada para ver un partido de fútbol, y por segunda vez lo conseguíamos solo a medias: tanto en al partido de liga como en esta ida de cuartos de final de Copa del Rey solo pudimos ver las segundas mitades.

La primera vez resulto menos exigente. Nos encontrábamos en Railay, y a esa hora la ciudad dormía. Bajé al paseo marítimo y, por casualidad, encontré un bar donde un par de jugadores de billar tailandeses intercambiaban comentarios casi inaudibles con algunos extranjeros trasnochadores, un chico español entre ellos, delante del televisor. En Kao San la situación era muy diferente. 

Los borrachos todavía eran numerosos, y algún taxista rezagado esperaba, con poca confianza, conseguir la última carrera de la noche. Tampoco las prostitutas se habían dado por vencidas aún, y vagaban con paso tembloroso intercambiando saludos con extranjeros solitarios. En el bar donde emitían el partido el ambiente era festivo. Un grupo madridista de nacionalidad insospechable comandaba el griterío. No tardarían en convertir sus bromas en insultos, hasta casi generar un enfrentamiento con un par de aficionados culés. A nuestro lado, un argentino se lamentaba de las malas artes de Mourinho, e iniciaba un diálogo en su inexpresivo inglés con dos franceses sobre jugadores míticos. Cuando el partido terminó volvimos al hotel, y aún tarde una buena hora en volver a dormirme, dándole vueltas a las imágenes de la decadente noche bangkosina. Como es normal, nos levantamos cuando el día, en esta ciudad que anochece tan temprano, ya quería empezar a terminarse, y en esos minutos de la basura solo nos quedó tiempo para visitar el jardín y disfrutar de las artes deportivas de la tercera edad tailandesa. 

Por desgracia, un hecho casual vino a teñir de funestos presagios el viaje que ya se acercaba. Justo antes de entrar en el jardín pise una tabla de madera, y uno de sus clavos oxidados  atravesó la suela de mi zapato y pinchó el dedo gordo de mi pie derecho. En esos momentos de fatalismo hipocondríaco que todo hombre sano tiene, me imaginé cruzando el mundo y soportando trece horas de transbordo en Qatar, víctima de fiebres tetánicas, al borde de la muerte.


Visiones de Tailandia: Chatuchak



El mercado de fin de semana de Chatuchak se presenta como el mayor mercado de la ciudad más grande de un país convertido todo él en un inmenso bazar. Con semejantes credenciales existe la posibilidad de ser decepcionado con algo que, conocido el gigantismo de Bangkok,  solo puede tener proporciones inhumanas, inadaptables excepto para la masa. Pero Chatuchak no decepciona. Puesto en termino mensurables, Chatuchak es un pueblo-circo, una interminable sucesión de callejones con innumerables puestos. La biblioteca borgiana encuentra aquí su equivalente capitalista, pero habría que recurrir, una vez más, a Kafka, para fijar los limites metafóricos de este engendro. Pero no al Kafka convertido en epíteto recurrente de La metamorfosis o El proceso, sino al Kafka acotador de dimensiones excesivas de La construcción de la muralla china y El castillo

En El castillo, el agrimensor K (un profesional de medir inmensidades, al igual que Kafka) llega a un pueblo donde nadie le espera para ocupar una plaza que no existe, y se encuentra con una ciudad sometida al poder invisible del castillo. Hasta aquí lo kafkiano, lo incomprensible convertido en norma, el laberinto de la vida cotidiana. Pero me quedo con la imagen de K intentando alcanzar el castillo. Lo ve a lo lejos, casi a tiro de piedra, pero por más que camina no lograr acercarse, y termina, al borde del agotamiento, regresando a casa.

En La construcción de la muralla china, Kafka elabora un plan arquitectónico del infinito. No extraña que Borges colocase este cuento por encima de sus obras mayores: no podía ser de otra manera. En la China de Kafka, el emperador al que obedecen los súbditos murió hace siglos: las noticias se mueven con lentitud en la inmensidad china. La muralla, construida por trozos que nada saben unos de otros, busca protegerlos de un enemigo ya extinto. Buzzati recoge este Kafka para su novela. 

Limando los excesos de tales comparaciones, Chatuchak funciona como un reducto inabarcable donde el problema no es solo su enorme tamaño, el numero inacabable de sus callejas, sino su falta de orden, que te obliga a recorrer una y otra vez las tiendas, y la masa agolpada que impide el movimiento libre y te avoca a una lentitud que en comparación hace de la caminata de K un paseo por la playa. 

De todas sus secciones, la más impresionante para el visitante europeo es sin duda la de los animales. El número de especies de ardillas parece multiplicarse aquí, así como el de peces, todos ellos atrapados en turgentes bolsas con agua, acumuladas en el suelo, esperando un dueño o tal vez un comensal.