Visiones de Tailandia: un día en el parque

by parapo




En el mundo del fútbol existen los minutos de la basura. Ese tiempo al final de un partido ya decidido que los jugadores agotan con indolencia y falta de interés. Los últimos días en Bangkok pasaban lentos y calurosos. Las compras finales y un inesperado combate de muay thai contribuyeron a sazonar unos días destinados desde el principio al tedio. Casi dos meses después de haber llegado a Tailandia el cansancio pasaba factura, y una ciudad inabordable y pegajosa no lo aligeraba. Bangkok prometía aún territorios inexplorados, pero nuestro límite ya había sido rebasado, quién sabe cuánto tiempo antes. A cuarenta y ocho horas del vuelo de regreso, más por inercia que por una decisión consciente, nos encontramos vagando sin rumbo por el jardín Saranrom, frente al Wat Pho. Sorprendía la cantidad de tailandeses que se encontraban en ese momento haciendo deporte. Al menos una centena corrían en círculos por los contornos del recinto. En su interior, un grupo de no menos de cincuenta hacían aerobic al compás de los movimientos de un monitor convenientemente situado sobre un proscenio. En una plazoleta cercana, un grupo de hombres mayores jugaban a la pelota.

El juego consistía en pasarse la pelota sin que cayese al suelo, en una especie de rondo aéreo en el que se podía usar cualquier parte del cuerpo excepto las manos. Los pases se sucedían con virtuosismo, con el empeine interior del pie, con la cabeza, de espuela (“escorpión”, que se diría en jerga), con los codos, y en toda suerte de piruetas y gestos técnicos imposibles. Exceptuando un par de los jugadores, la edad media del grupo no bajaba de la cincuentena. La admirable forma física y la fluidez de los movimientos resultaban hipnóticos.

Este juego era una variable no competitiva del sepaw takraw, esa mezcla entre fútbol y voleibol que se practica en el sudeste asiático y que ya habíamos presenciado en Chiang Mai. Ese deporte espectacular y exigente no es sino el desarrollo más notable de una disciplina más extensa. Las versiones aptas para jugadores menos atléticos comparten los rasgos esenciales del deporte matriz: la combinación aérea, la pelota de rattan, la capacidad casi mágica para pasarse la pelota sin que toque el suelo.

En Kamphaeng Phet habíamos visto otra alternativa que agregaba cierto interés competitivo. En mitad del rondo, cinco metros sobre sus cabezas, había colocada una cesta donde intentaban introducir la pelota. El juego seguía siendo el mismo, pero de vez en cuando el jugador no se contentaba con dar el pase sino que ensayaba el asalto a la cesta. Aquel grupo de ociosos bomberos lo lograba con impresionante sencillez. Al ver que les fotografiaba, comenzaron a probar movimientos cada vez más complejos. Tampoco estos eran hombres jóvenes, pero eso no era un inconveniente. La forma física general de los mayores asiáticos no deja de sorprender a cualquier europeo.

No he sido del todo fiel con respecto a los motivos de haber convertido las últimas horas en Bangkok en minutos de la basura. La noche antes de nuestro día en el parque, nos levantamos a las cuatro de la mañana para presenciar junto a un grupo de borrachos de Kao San el enésimo Madrid-Barça de la era Mourinho/Guardiola. Por segunda vez desde que estábamos en Tailandia, nos retábamos a conseguir la hazaña de levantarnos de madrugada para ver un partido de fútbol, y por segunda vez lo conseguíamos solo a medias: tanto en al partido de liga como en esta ida de cuartos de final de Copa del Rey solo pudimos ver las segundas mitades.

La primera vez resulto menos exigente. Nos encontrábamos en Railay, y a esa hora la ciudad dormía. Bajé al paseo marítimo y, por casualidad, encontré un bar donde un par de jugadores de billar tailandeses intercambiaban comentarios casi inaudibles con algunos extranjeros trasnochadores, un chico español entre ellos, delante del televisor. En Kao San la situación era muy diferente. 

Los borrachos todavía eran numerosos, y algún taxista rezagado esperaba, con poca confianza, conseguir la última carrera de la noche. Tampoco las prostitutas se habían dado por vencidas aún, y vagaban con paso tembloroso intercambiando saludos con extranjeros solitarios. En el bar donde emitían el partido el ambiente era festivo. Un grupo madridista de nacionalidad insospechable comandaba el griterío. No tardarían en convertir sus bromas en insultos, hasta casi generar un enfrentamiento con un par de aficionados culés. A nuestro lado, un argentino se lamentaba de las malas artes de Mourinho, e iniciaba un diálogo en su inexpresivo inglés con dos franceses sobre jugadores míticos. Cuando el partido terminó volvimos al hotel, y aún tarde una buena hora en volver a dormirme, dándole vueltas a las imágenes de la decadente noche bangkosina. Como es normal, nos levantamos cuando el día, en esta ciudad que anochece tan temprano, ya quería empezar a terminarse, y en esos minutos de la basura solo nos quedó tiempo para visitar el jardín y disfrutar de las artes deportivas de la tercera edad tailandesa. 

Por desgracia, un hecho casual vino a teñir de funestos presagios el viaje que ya se acercaba. Justo antes de entrar en el jardín pise una tabla de madera, y uno de sus clavos oxidados  atravesó la suela de mi zapato y pinchó el dedo gordo de mi pie derecho. En esos momentos de fatalismo hipocondríaco que todo hombre sano tiene, me imaginé cruzando el mundo y soportando trece horas de transbordo en Qatar, víctima de fiebres tetánicas, al borde de la muerte.