Nuestro mismo lenguaje está repleto de expresiones caníbales. Decimos de alguien que «está muy buena» (o muy bueno), o que «está para comérselo»; llamamos a la persona amada «bomboncito» o «pichoncita mía» o le decimos «eres muy dulce». En lenguaje vulgar utilizamos las expresiones «comerse algo» o «comerse un rosco» que significan tanto ligar como consumar el coito, y «comer(le a alguien) el coño» (o el culo, o la polla o las tetas). Y si pasamos del afecto al odio, expresiones como «¡Soltadme, que me lo como!», o «¡Te como el hígado!» (o el corazón, o los sesos) no implican materialmente lo que dicen, pero denotan una agresividad extrema. Expresiones de admiración como «Se lo comió con patatas» significan la victoria de uno de dos contrincantes, bien sea en combates dialécticos o físicos de cualquier tipo. También para hacer ver a alguien que no deseamos que nos imponga sus ideas, le decimos «¡No me comas el tarro!». 

de Historia natural del canibalismo, de Manuel Moros Peña

El cerebro de Einstein es un objeto mítico: paradójicamente, la inteligencia más destacada forma la imagen de la mecánica mejor perfeccionada, al hombre demasiado poderoso se lo separa de la psicología, se lo introduce en un mundo de robots; en las novelas de ciencia-ficción, los superhombres siempre tienen algo de cosificado. Einstein también: comúnmente se lo expresa por su cerebro, órgano antológico, verdadera pieza de museo. Tal vez a causa de su especialización matemática, el superhombre está despojado de todo carácter mágico. En él no hay ninguna potencialidad difusa, ningún misterio que no sea mecánico; es un órgano superior, prodigioso, pero real, inclusive fisiológico (...) El mismo Einstein se ha prestado un poco a la leyenda al legar su cerebro, disputado por dos hospitales, como si se tratara de una maquinaria insólita que al fin se va a poder desmontar. Una imagen lo muestra tenso, la cabeza erizada dé hilos eléctricos: se registran las ondas de su cerebro mientras se le solicita que «piense en la relatividad». (Pero, en realidad, ¿qué quiere decir exactamente «pensar en…»?) (...) La mitología de Einstein hace de él un genio tan poco mágico que se habla de su pensamiento como de un trabajo funcional análogo a la producción mecánica de las salchichas, a la molienda del grano o a la trituración del mineral: producía pensamiento, continuamente, como el molino de harina, y la ha sido para él, ante todo, el detenimiento de una función localizada: «el más potente cerebro ha cesado de pensar»

Esta mecánica genial tenía un objetivo: producir ecuaciones. A través de la mitología de Einstein, el mundo ha reencontrado con deleite la imagen de un saber convertido en fórmulas. Hecho paradójico: cuanto más el genio del hombre se materializaba en las formas de su cerebro y cuanto más el producto de su invención alcanzaba una condición mágica, más reencarnaba la vieja imagen esotérica de la ciencia encerrada en algunas letras. Existe un secreto único del mundo y ese secreto cabe en una palabra; el universo es una caja fuerte cuya clave es buscada por la humanidad. Einstein casi la encontró y ése es el mito de Einstein; (...) Por su simplicidad inesperada, la ecuación histórica E = mc² cumple casi totalmente la idea pura de la llave, desnuda, lineal, de un único metal, que abre con facilidad absolutamente mágica una puerta sobre la que nos obstinábamos desde hacía siglos. Las imágenes lo muestran: Einstein, fotografiado, está al lado de un pizarrón cubierto por signos matemáticos de visible complejidad; pero el Einstein, es decir el que entró en la leyenda, tiza en mano todavía, acaba de escribir sobre un pizarrón desnudo y como sin preparación, la fórmula mágica del mundo.  

de Mitologías (1957), de Roland Barthes


La virtud del catch consiste en ser un espectáculo excesivo. En él encontramos un énfasis semejante al que tenían, seguramente, los teatros antiguos. (...) La función del luchador de catch no consiste en ganar, sino en realizar exactamente los gestos que se espera de él. Se dice que el judo contiene una parte secreta de simbolismo; aun dentro de la eficiencia, se trata de gestos retenidos, precisos pero cortos, dibujados con justeza pero con trazo sin volumen. El catch, por el contrario, propone gestos excesivos, explotados hasta el paroxismo de su significación. En el judo, un hombre que cae, trata de no permanecer en tierra, rueda sobre sí mismo, se sustrae, evita la derrota o, si es evidente, sale inmediatamente del juego; en el catch, si un hombre cae se queda exageradamente ahí, llena hasta el extremo la vista de los espectadores con el espectáculo intolerable de su impotencia. (...) Todos los actos generadores de sufrimiento son particularmente espectaculares, como el gesto de un prestidigitador que muestra bien en alto sus cartas. No se comprendería un dolor que apareciera sin causa inteligible; un gesto secreto marcadamente cruel transgrediría las leyes no escritas del catch y no tendría ninguna eficacia sociológica, como un gesto loco o parásito. Por el contrario, el sufrimiento aparece infligido con amplitud y convicción, pues hace falta que todo el mundo no sólo verifique que el hombre sufre, sino también, y sobre todo, que comprenda por qué sufre. (...) El catch es el único deporte que ofrece una imagen tan exterior de la tortura. Pero aun en estas circunstancias, lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real del combatiente, se complace en la perfección de una iconografía. El catch no es un espectáculo sádico: es, solamente, un espectáculo inteligible.

de Mitologías (1957), de Roland Barthes


A mí entonces el hecho de la representación me parecía algo terrible y primordial, precisamente porque me encontraba en un estado de pureza: el equivalente debía ser definitivo. Ante el problema de reproducir un prado me volvía loco. La cuestión para mí era ésta: ¿Es necesario que dibuje todas las briznas de hierba? En aquel tiempo no sabía que rellenando con el pastel verde toda la zona obtendría la masa del prado y que esto sería una excusa suficiente para descuidar las briznas de hierba. Tales hipocresías todavía estaban muy lejos de mí, y con una auténtica paciencia me resignaba a colorear un campo verde que debía ser el prado en el que Dios insufló la vida a Adán.

Pier Paolo Pasolini en Pasolini, una vita, de Nico Naldini

Visiones de Tailandia: un día en el parque




En el mundo del fútbol existen los minutos de la basura. Ese tiempo al final de un partido ya decidido que los jugadores agotan con indolencia y falta de interés. Los últimos días en Bangkok pasaban lentos y calurosos. Las compras finales y un inesperado combate de muay thai contribuyeron a sazonar unos días destinados desde el principio al tedio. Casi dos meses después de haber llegado a Tailandia el cansancio pasaba factura, y una ciudad inabordable y pegajosa no lo aligeraba. Bangkok prometía aún territorios inexplorados, pero nuestro límite ya había sido rebasado, quién sabe cuánto tiempo antes. A cuarenta y ocho horas del vuelo de regreso, más por inercia que por una decisión consciente, nos encontramos vagando sin rumbo por el jardín Saranrom, frente al Wat Pho. Sorprendía la cantidad de tailandeses que se encontraban en ese momento haciendo deporte. Al menos una centena corrían en círculos por los contornos del recinto. En su interior, un grupo de no menos de cincuenta hacían aerobic al compás de los movimientos de un monitor convenientemente situado sobre un proscenio. En una plazoleta cercana, un grupo de hombres mayores jugaban a la pelota.

El juego consistía en pasarse la pelota sin que cayese al suelo, en una especie de rondo aéreo en el que se podía usar cualquier parte del cuerpo excepto las manos. Los pases se sucedían con virtuosismo, con el empeine interior del pie, con la cabeza, de espuela (“escorpión”, que se diría en jerga), con los codos, y en toda suerte de piruetas y gestos técnicos imposibles. Exceptuando un par de los jugadores, la edad media del grupo no bajaba de la cincuentena. La admirable forma física y la fluidez de los movimientos resultaban hipnóticos.

Este juego era una variable no competitiva del sepaw takraw, esa mezcla entre fútbol y voleibol que se practica en el sudeste asiático y que ya habíamos presenciado en Chiang Mai. Ese deporte espectacular y exigente no es sino el desarrollo más notable de una disciplina más extensa. Las versiones aptas para jugadores menos atléticos comparten los rasgos esenciales del deporte matriz: la combinación aérea, la pelota de rattan, la capacidad casi mágica para pasarse la pelota sin que toque el suelo.

En Kamphaeng Phet habíamos visto otra alternativa que agregaba cierto interés competitivo. En mitad del rondo, cinco metros sobre sus cabezas, había colocada una cesta donde intentaban introducir la pelota. El juego seguía siendo el mismo, pero de vez en cuando el jugador no se contentaba con dar el pase sino que ensayaba el asalto a la cesta. Aquel grupo de ociosos bomberos lo lograba con impresionante sencillez. Al ver que les fotografiaba, comenzaron a probar movimientos cada vez más complejos. Tampoco estos eran hombres jóvenes, pero eso no era un inconveniente. La forma física general de los mayores asiáticos no deja de sorprender a cualquier europeo.

No he sido del todo fiel con respecto a los motivos de haber convertido las últimas horas en Bangkok en minutos de la basura. La noche antes de nuestro día en el parque, nos levantamos a las cuatro de la mañana para presenciar junto a un grupo de borrachos de Kao San el enésimo Madrid-Barça de la era Mourinho/Guardiola. Por segunda vez desde que estábamos en Tailandia, nos retábamos a conseguir la hazaña de levantarnos de madrugada para ver un partido de fútbol, y por segunda vez lo conseguíamos solo a medias: tanto en al partido de liga como en esta ida de cuartos de final de Copa del Rey solo pudimos ver las segundas mitades.

La primera vez resulto menos exigente. Nos encontrábamos en Railay, y a esa hora la ciudad dormía. Bajé al paseo marítimo y, por casualidad, encontré un bar donde un par de jugadores de billar tailandeses intercambiaban comentarios casi inaudibles con algunos extranjeros trasnochadores, un chico español entre ellos, delante del televisor. En Kao San la situación era muy diferente. 

Los borrachos todavía eran numerosos, y algún taxista rezagado esperaba, con poca confianza, conseguir la última carrera de la noche. Tampoco las prostitutas se habían dado por vencidas aún, y vagaban con paso tembloroso intercambiando saludos con extranjeros solitarios. En el bar donde emitían el partido el ambiente era festivo. Un grupo madridista de nacionalidad insospechable comandaba el griterío. No tardarían en convertir sus bromas en insultos, hasta casi generar un enfrentamiento con un par de aficionados culés. A nuestro lado, un argentino se lamentaba de las malas artes de Mourinho, e iniciaba un diálogo en su inexpresivo inglés con dos franceses sobre jugadores míticos. Cuando el partido terminó volvimos al hotel, y aún tarde una buena hora en volver a dormirme, dándole vueltas a las imágenes de la decadente noche bangkosina. Como es normal, nos levantamos cuando el día, en esta ciudad que anochece tan temprano, ya quería empezar a terminarse, y en esos minutos de la basura solo nos quedó tiempo para visitar el jardín y disfrutar de las artes deportivas de la tercera edad tailandesa. 

Por desgracia, un hecho casual vino a teñir de funestos presagios el viaje que ya se acercaba. Justo antes de entrar en el jardín pise una tabla de madera, y uno de sus clavos oxidados  atravesó la suela de mi zapato y pinchó el dedo gordo de mi pie derecho. En esos momentos de fatalismo hipocondríaco que todo hombre sano tiene, me imaginé cruzando el mundo y soportando trece horas de transbordo en Qatar, víctima de fiebres tetánicas, al borde de la muerte.


Visiones de Tailandia: Chatuchak



El mercado de fin de semana de Chatuchak se presenta como el mayor mercado de la ciudad más grande de un país convertido todo él en un inmenso bazar. Con semejantes credenciales existe la posibilidad de ser decepcionado con algo que, conocido el gigantismo de Bangkok,  solo puede tener proporciones inhumanas, inadaptables excepto para la masa. Pero Chatuchak no decepciona. Puesto en termino mensurables, Chatuchak es un pueblo-circo, una interminable sucesión de callejones con innumerables puestos. La biblioteca borgiana encuentra aquí su equivalente capitalista, pero habría que recurrir, una vez más, a Kafka, para fijar los limites metafóricos de este engendro. Pero no al Kafka convertido en epíteto recurrente de La metamorfosis o El proceso, sino al Kafka acotador de dimensiones excesivas de La construcción de la muralla china y El castillo

En El castillo, el agrimensor K (un profesional de medir inmensidades, al igual que Kafka) llega a un pueblo donde nadie le espera para ocupar una plaza que no existe, y se encuentra con una ciudad sometida al poder invisible del castillo. Hasta aquí lo kafkiano, lo incomprensible convertido en norma, el laberinto de la vida cotidiana. Pero me quedo con la imagen de K intentando alcanzar el castillo. Lo ve a lo lejos, casi a tiro de piedra, pero por más que camina no lograr acercarse, y termina, al borde del agotamiento, regresando a casa.

En La construcción de la muralla china, Kafka elabora un plan arquitectónico del infinito. No extraña que Borges colocase este cuento por encima de sus obras mayores: no podía ser de otra manera. En la China de Kafka, el emperador al que obedecen los súbditos murió hace siglos: las noticias se mueven con lentitud en la inmensidad china. La muralla, construida por trozos que nada saben unos de otros, busca protegerlos de un enemigo ya extinto. Buzzati recoge este Kafka para su novela. 

Limando los excesos de tales comparaciones, Chatuchak funciona como un reducto inabarcable donde el problema no es solo su enorme tamaño, el numero inacabable de sus callejas, sino su falta de orden, que te obliga a recorrer una y otra vez las tiendas, y la masa agolpada que impide el movimiento libre y te avoca a una lentitud que en comparación hace de la caminata de K un paseo por la playa. 

De todas sus secciones, la más impresionante para el visitante europeo es sin duda la de los animales. El número de especies de ardillas parece multiplicarse aquí, así como el de peces, todos ellos atrapados en turgentes bolsas con agua, acumuladas en el suelo, esperando un dueño o tal vez un comensal.



Visiones de Tailandia: Sastres


Dentro de mi imaginario, el sastre es,  por encima de todo, una persona a la que Manuel Vázquez debe dinero, y de la que huye. Porque antes siquiera de saber a qué se dedicaban, o de conocer las particularidades y connotaciones de vestir ropa de sastrería, yo ya me había hartado de ver a Vázquez huir de sus sastres en los cómics de Superhumor.

Nunca he ido a un sastre, y no me parece improbable pensar que nunca llegue a hacerlo. En Tailandia, en todas las ciudades que he visitado, una legión de ellos me han ofertado sus servicios. A mi, un objetivo tan dudoso, vestido siempre con camisetas, sucio y con mi mochila a cuestas. Y no solo a mi, sino a cualquier occidental que pase por ahí, como si no ser tailandés lleve consigo la marca del cliente potencial, del buscador se trajes a medida. Entiendo, aunque en el fondo maldigo, al buscador de gangas: los trajes aquí, supongo, son muchos más baratos que en occidente. Pero esta oferta hipertrofiada, omnipresente, este continuo acoso por parte de sastres voraces... 

Constituye un trágico equívoco tailandés el considerar al occidental ya no solo como una billetera con patas, sino como un fashionista irremediable que no puede dar un paseo a cualquier hora del día, en cualquier compañía y estado, sin verse atraído de manera inexorable a meterse con un desconocido en una habitación para que le hagan un traje a medida.

Visiones de Tailandia: Kamphaeng Phet


La visita a Kamphaeng Phet solo puede ser entendida como un gol de Lonely Planet y la Unesco. Sus ruinas históricas patrimonio de la humanidad resultan insignificantes y caras con respecto a las vecinas de Sukhothai. El pueblo en sí tampoco ofrece otras distracciones. Pero al final, su escaso atractivo se convierte en su única virtud. A pesar de Lonely Planet, a pesar de la Unesco, Kamphaeng Phet es un reducto libre de turistas.

No quiero ser malinterpretado. No me molesta la presencia razonable de turistas, y desconfío de los lugares donde no se dejan ver. No son ellos el problema, sino la metamorfosis, siempre a peor, que se da en los lugares que frecuentan. El lugareño de Kamphaeng Phet aun se muestra amable o esquivo sin tener en cuenta los intereses que puede extraer de cada conducta. Después de mucho tiempo sentí la sinceridad en los actos y la bendita incomprensión. Porque en Kamphaeng Phet nadie habla inglés.

El hotel también rememoraba otras épocas. Era un edificio árido, plagado de pasillos y habitaciones, con excesos propios de hoteles de lujo (los botones, recepcionistas en cada planta) en medio de habitaciones adornadas de lamparones de humedad. En aquel hormiguero tapizado uno pensaba que a la vuelta de cada recodo iba a encontrarse con las gemelas cefálicas de El resplandor

La mañana de nuestra marcha nos dirigimos con paso moroso hacia el centro del pueblo. Esperábamos que algún tuk-tuk nos ofreciese un viaje a la estación de autobuses, pero solo conseguimos entablar conversación con un amistoso policía al que le faltaba el dedo corazón de su mano derecha. Conseguimos a duras penas hacerle entender nuestros planes y enseguida nos ofreció una solución: una parada de songtaos donde nos llevarían hasta la estación en sí. Nos marco el camino con su mano talada, como si portase un rifle y apuntara hacia nuestro objetivo. Tras despedirnos nos dirigimos hacia el lugar señalado sin muchas esperanzas, pero allí estaba la parada. Una hora después estábamos sentados en el autobús que nos dejaría seis horas mas tarde en Ayutthaya. Pero el policía aun no había dicho la última palabra. 

Estábamos sentados en nuestros asientos al fondo del bus cuando alguien subió por las escaleras. Era el policía. Con evidente alivio al vernos, se dirigió de nuevo a nosotros en ese idioma imposible que alternaba seis palabras en tai por dos en inglés. Por sus gestos pudimos entender que nos habíamos separado y volvíamos a encontrarnos, y la alegría que aquello le trasmitía. Había una ternura muy especial en esa obviedad, y le sonreímos con toda nuestra amistad. El resto del pasaje se dio la vuelta para contemplar aquel diálogo casi mudo, y también sonrieron.

Visiones de Tailandia: Bomarzo


Una de las figuras del parco dei monstri

Durante el curso escolar 1999-2000 estuve estudiando en Milán gracias a la célebre beca Erasmus. No pudo haber mejor lugar para leer por primera vez Bomarzo, de Mujica Láinez. El libro llevaba un tiempo dando vueltas por mi casa, desde que mi hermana se había hecho con él durante sus estudios de bellas artes. A pesar de los años, conservo recuerdos aún nítidos de la novela, escenas concretas. Y por encima de todas las demás, la imagen de la guerra entre condottieri, aquellas avariciosas familias que desgarraron Italia durante siglos, que marcaron el devenir de sus ciudades-estado y cuyos nombres aún permanecen en el imaginario colectivo de la ambición y el poder: los Sforza, Farnese, Gonzaga, los Borgia...y los Orsini. La creación de Mujica, a medio camino entre la ficción y la historia, nace del fascinante retrato de Lotto, y encuentra su realización plena en la descripción de la guerra condottiera.

El resto de la trama, los delirios paranormales de Mujica, su querencia por los personajes transgeneracionales y los cameos de celebridades (convirtiendo Historia en novela, Mujica no renuncia a abarcar grandes cantidades de años ni a acumular apariciones insignes, aunque comprometa la verosimilitud de sus obras: tal es su marca de estilo, por encima de su prosa suntuosa, a decir de Borges, y esa manera suya de puntuar calificada de "perfecta"). Como novela, Bomarzo me dejó la arquitectura de las guerras italianas del renacimiento. Pero en mi vida (¿en cuantas otras no habrá influido de la misma forma?) Bomarzo marcó un punto en el mapa, un objetivo turístico de extraño atractivo: el parco dei monstri que Pier Francesco Orsini construyó en la novela y la Historia, a las afueras del pueblo que le da nombre: Bomarzo (ahora puedo pronunciarlo sin la claridad de la zeta española ni la profunda ese del habla argentina). Bomarzo, en italiano, cerca de Viterbo, en el Lazio.
***
“Al pintor Miguel Ocampo y al poeta Guillermo Whitelow, con quienes estuve en Bomarzo, por primera vez, el 13 de julio de 1958.”

En el año 2003 conocí a Elias Z.,compañero de piso de mi amigo Víctor L., y estudiante de medicina. La primera noche que hablé con él me dio a conocer el proyecto que tenía para ese verano: una beca Erasmus en el sur de Italia, en el pueblo calabrés de Catanzaro. Sin dudarlo me ofrecí a acompañarlo. La promesa bien pudo ser entendida como un arrebato alcohólico sin mayor compromiso, pero seis meses después de aquella primera noche junto a Elias, en el mes de julio del 2003, tomamos un avión con destino a Roma junto a otro estudiante de medicina llamado F. El plan inicial de tres meses que aquella beca de verano otorgaba se habían reducido a 15 días de viaje por Italia, con una conveniente parada en Catanzaro para cumplir los compromisos burocráticos que la Unión Europea exigía. Entre medias, esta fue la única petición que hice, el verdadero motivo de mi presencia allí, deberíamos visitar Bomarzo. 

No es mi intención referir día a día aquella zigzagueante quincena que nos condujo de Roma a Reggio, de Catanzaro a Messina, y de allí a Nápoles, y de Nápoles a Bolonia, y de Bolonia a Florencia, y de Florencia a, por fin, el Lazio, a Roma, con parada en Bomarzo.

No exactamente en Bomarzo, en realidad. Desconozco la situación actual, pero por aquellos años la estación más cercana era la que, en un alarde de optimismo, denominaban Attigliano- Bomarzo. Pero aquella estación era la de Attigliano, y Bomarzo, inaccesible excepto en coche, aún quedaba a siete kilómetros de distancia. Inaccesible excepto en coche o a pie.

Aquel viaje por Italia quedó plasmado en una libreta de apuntes. Escribo entonces:
27 de julio. Nos espera Bomarzo… 

Pero antes, el infierno. El verdadero infierno. Desde Attigliano a Bomarzo hay siete kilómetros de subida. Con las maletas a cuestas, bajo el sol lacial de julio, el infierno está allí. 

Y después el Parco dei monstri, construido por Orsini hace tantos años. Hoy en día es un circo, un reducto inaccesible para el caminante pero propicio para domingueros. Aún así, como tantas cosas en Italia, no se deja atropellar y su esencia pervive. Frente a aquellos monstruos renacentistas uno parece más perfecto, más humano. Había algo animal en quien proyectó aquello, algo salvaje.

Aquel paseo de siete kilómetros de ida y siete de vuelta, con la maleta a la espalda, bajo un sol vengativo, convirtió la visita a Bomarzo en un mínimo descanso de una hora entre el cansancio y el cansancio. Por más que intentamos conseguir un arreón, nadie quiso detenerse. Las carretera subía y bajaba, y el sol no cejaba en su dureza. 

Otro tren, el que nos llevaría a Roma, esperaba, y tampoco había consigna donde dejar las maletas. Durante unos minutos discutimos la conveniencia de lo que debíamos hacer. A un lado de la balanza, 14 kilómetros agotadores y una visita turística relámpago que a mis acompañantes les interesaba especialmente poco. Por otro, la promesa explícita que se había firmado: yo había regresado a Italia para ver Bomarzo. Una vez calculamos que el proyecto era posible, que volveríamos a tiempo para agarrar el tren, iniciamos la caminata. 

Caminata hacia Bomarzo

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El Vicino Orsini tailandés se llamaba Bunleua Sulilat. La creación de su mito es parca y concreta. Séptimo hijo (¿cómo no?) de una familia de ocho, en su tierna infancia cayó en una caverna y conoció a Keoku, un ermitaño que le inició en los secretos del budismo y el inframundo. Esta palabra se repite en todas sus biografías, aunque nunca queda explicada del todo. La visita a la Sala Keoku arroja cierta conocimiento sugerido.

Sala Keoku, uno de los dos parchi di monstri  que contruyó, se encuentra en el pueblo fronterizo de Nong Khai. Al otro lado del Mekong, en Vientiane, existe un segundo parque hermano, el Buddha park, que no llegué a visitar, pero que en la distancia imagino. 

Bunleua Sulilat, creador de mitos, del suyo propio por encima de todos, gurú de su sincrética versión del budismo/hinduismo, inició el primero de ellos, el del lado laosino, en el año 1958, el mismo año en el que Mujica Láinez visitó por primera vez Bomarzo junto a un pintor y un poeta. En 1975, tras huir del comunismo recién llegado a Laos, inició la Sala Keoku.

Lo que se encuentra el visitante excede cualquier idea preconcebida. Dos cuestiones puramente físicas se aúnan para crear la sugestiva y punzante sensación de gigantismo. El tamaño de algunas de las figuras, enormes, inhiestas en medio del campo tailandés (una de las más grandes, inconclusa y aun así espléndida, da la bienvenida desde una colina adyacente. Desde allí llegamos al parque, en bicicleta, y tuve que detenerme para contemplarla). Otra cuestión menos evidente y que sin embargo entiendo como vital para el funcionamiento estético del parque es el abigarramiento. Las más de doscientas estatuas se acumulan en un recinto no mayor de cien metros cuadrados. 

Pero el parque no se detiene en estas funciones de tamaño y espacio. Las figuras, terribles algunas, de una belleza clásica y sin embargo con ese punto naïf inherente al autodidacta o por decisión consciente (imposible olvidar los cien perros de piedra persiguiendo al elefante, algunos de ellos humanizados, jugando o dentro de un pequeño coche, como recién sacados de un cómic de Hanna-Barbera), sorprenden en cada esquina. Las más monumentales reproducen escenas típicas budistas y personajes de la mitología hindú y del Ramakien, y destaca, no tanto por su tamaño como por sus cualidades simbólicas, su extraña contemporaneidad, un mandala de piedra al que se entra a través de una boca no distinta de aquella en Bomarzo del inferno intitulada Ogni pensiero vola.

En este mandala, Bunleua Sulilat plasmó en piedra su propia versión de la religión y la vida. Nos encontramos ante un texto colosal, un libro hecho de estatuas acumuladas, que se complementan y desarrollan las unas a las otras, como los adjetivos a los nombres y los verbos a la frase. Incomprensible y aún así fijada para siempre, la filosofía de Sulilat necesita ser explicada por iniciados, que no faltan: su legado artístico choca contra cualquier sensibilidad, como la creación de Orsini, viva cinco siglos después. Deseo a Sulilat una vida tan larga.

Llegar a la Sala Keoku no me costó el mismo esfuerzo que llegar a Bomarzo (a pesar de las ruedas deshinchadas de mi bicicleta), y los parques, a fin de cuentas, no tienen más relación que sus orígenes míticos y la impresión que dejan en el visitante, potente aunque de raíces diversas. El salvajismo y la violencia de Bomarzo contrasta con la divinidad pétrea de Keoku. El primero enlaza con Dante. El segundo con la sutra del diamante y el Ramayana.

Pero el rizoma común en mi memoria las une y revuelve, y salen juntas en medio de multitud de otras ideas, en un estallido confuso y contaminado con otras vidas, leídas o escuchadas, y otros recuerdos desconectados, quién sabe por qué, presentes a su lado.

Sala Keoku

Visiones de Laos: Tintin

En una librería de Vientiane he encontrado unos cuantos ejemplares de Tintin en el país de los soviets. No se trata de ediciones antiguas, y dudo que cuenten con las autorizaciones pertinentes. Este Tintin en blanco y negro, el primero de todos, se quedó fuera del corpus tradicional, cuyo primer número suele ser considerado el también polémico Tintin en el Congo. Leyéndolo no es difícil entender el porqué. En el país de los soviets, Tintin se limita a desvelar los trucos comunistas con los que la Rusia roja pretende impresionar a los invitados extranjeros (quemando rastrojos dentro de las fabricas para crear el humo de una falsa producción, por ejemplo) y la guerra sucia que llevan a cabo contra la oposición. Este Tintin era pura propaganda antisoviética para niños, y me resulta por completo chocante que la primera vez que haya visto un ejemplar físico sea precisamente en un país comunista. O la librera tiene un sentido del humor muy avanzado o se ha dejado embaucar por la portada. En cualquier caso, a nadie parece importarle.

Hojeando el ejemplar he vuelto a ver la manera irónica y terrible como Hergé retrata a los observadores internacionales. Uno de ellos, con aspecto británico caricaturizado (gran bigote, cardigan a cuadros, pantalones bombachos) bien podría ser Kingsley Amis. Esa generación de intelectuales británicos que se dejaron engañar por las bondades del stalinismo y que llegaron a negar a Solzhenitsyn es retratada con dureza por Martin Amis en Koba el temible. Hace cinco décadas conocieron la verdad de la Unión Soviética y revisaron sus posturas. Pero no hace ni un par de años que leí a una joven dirigente de Izquierda Unida lamentar la caída del muro. A veces ser progresista es una labor arqueológica.

Volviendo a Tintin, no es la primera vez que me reencuentro con él en Indochina. En Chiang Mai era frecuente encontrar ejemplares de Tintin en Tailandia, una nueva aventura escrita para mayor gloria del turismo tailandés. No recuerdo cuando, pero no es la primera vez que me encuentro con un Tintin apócrifo. Me recuerda a esos Sherlock Holmes que un escritor español está sacando a la venta últimamente (pensar en Sherlock Holmes es una de las pocas buenas costumbres que nos quedan, junto a la muerte y la siesta. La frase es de Borges, pero no puedo evitar traerla aquí y suscribirla).

Encontrar el Tintin antisoviético en Laos vuelve a poner en duda el compromiso comunista de este gobierno. Siendo justos, los únicos signos comunistas son las banderas soviéticas que adornan las calles, y las ocasionales camisetas de la estrella roja y la hoz y el martillo. Por lo demás, el laosino persigue las divisas extranjeras igual o mas que cualquier tailandés, y lo hace con idénticos medios. El omnipresente budismo, las artesanías, los restaurantes, tours y masajes. El muay thai se convierte en muay lao. La prostitución sigue ahí, para quien la quiera, y los clásicos gastronómicos tailandeses se niegan a abandonar las cartas. Las drogas, perseguidas en el lado capitalista del Mekong, parecen legales en determinadas ciudades laosinas. Tanto tiempo burlándonos del comunismo adolescente de pósters del Che y Silvio Rodríguez y resulta que hay un país que lo ha convertido en su ortodoxia.