Archive for octubre 2011

El lenguaje animal

Mirando al perro he estado pensando en el equivocado camino que eligió su especie en esta cosa de la evolución. Sin duda erraron. La mano prensil, uno de nuestros más apreciados órganos, aparece en ellos en forma de romas y estériles garras, que usan para hacer agujeros o sujetar de manera muy precaria objetos simples. De hecho, en un sentido pragmático, su verdadera mano es la boca. No es una novedad, nosotros también pasamos por ahí. Pero noto una nula intención de probar cosas nuevas. Han asumido con fervor el escaso uso de sus garras y la obligación de agarrar los objetos con la boca. No parece que nada vaya a cambiar en un futuro remoto. Su naturaleza eligió ese callejón sin salida, la forma perro, sin duda elegante y apreciada por los humanos, pero inferior, incapaz de alcanzar una forma primitiva de civilización. 

Los monos son otra cosa. Incluso el más acérrimo opositor a la teoría de la evolución debe verlo. Los monos son un espejo al pasado, la única clase de historia real a la que tenemos acceso. Una historia lejana y dudosa, pero vívida en sus detalles. El camino del mono tal vez no haya terminado. Quién sabe qué será de ellos de aquí a un par de millones de años. 

Me los imagino hablando. Conversar con un animal sería la única manera posible de entender de una vez por todas nuestro sistema de valores, nuestra ética más pura. Pero el lenguaje no garantizaría una conversación posible, y más en estadios tan lejanos como la forma mono es para un ser humano estándar. 

Los monos necesitarían miles de años para enriquecer conceptualmente su recién aprendido lenguaje. Al principio, aunque hablasen, serían una panda de gilipollas. Y ésa sería su perdición, dejar de ser animales y convertirse en pequeños imbéciles. El mono se convertiría en un ser proscrito, una entidad no humana, una opinión diferente y polémica, torpe y arbitraria. Cualquier aprecio de tipo estético a un segundo plano. Sería un enemigo, tal vez inocuo, pero siniestro y, paradójicamente, antinatural.

Sobre la magia

Imaginemos un mundo mágico, similar al nuestro pero donde la magia existe y está al alcance de todos. Este tipo de magia requiere un entrenamiento tan despiadado que solo unos pocos se adentran en ella. Una vez aprendida, sin embargo, la magia se revela como un trofeo envenenado. 

Su funcionamiento es el siguiente. La potencia de los hechizos se extiende desde lo banal a lo superlativo. El poder del hechizo será tan fuerte como se desee. El mago podrá lanzar una lluvia de fuego sobre la tierra, aprender a volar, a manipular el hierro, a conversar con los animales. Podrá también ejecutar sencillos trucos de cartas o pañuelos. Todo depende del sacrificio que esté dispuesto a hacer. 

La norma es estricta y no deja lugar para la negociación. Cada conjuro equivale a perder para siempre un trozo de tu cuerpo. Un dedo, un cabello o una uña. La lengua o una oreja. Un milímetro de piel, incluso menos. La potencia del encantamiento, y esta la otra cara de la ley, es directamente proporcional al valor del sacrificio. Se podrían ejecutar miles de triviales juegos de manos, uno por cada cabello perdido para siempre. O, a cambio de la lengua, el mago podría aprender a escuchar las mentes. 

El mago se encuentra ante una feroz paradoja. No basta con haber recorrido el tortuoso sendero de su aprendizaje: la magia es, en esencia, inútil. Los conjuros valiosos tienen un precio demasiado alto. Una sensación parecida a la que sentimos en nuestro mundo sin magia cuando tras cruzar en tren todo el país, recogemos un premio de un valor similar o incluso menor al del billete, y volvemos a casa. El mago, por descontado, pierde algo en el viaje. 

Esta raza de magos sería un desastre magnífico. Una puñado de hombres talados, mujeres calvas y ancianos reducidos a la figura del peón: cabeza vacía y un tronco seco. Habría entre ellos, también, gente normal, con alguna pequeña mutilación recuerdo de tiempos más salvajes, y algún conjuro planeado por si la vida se vuelve oscura. 

Este mundo mágico, desarrollado en novela, daría pie a posibles y trágicas excepciones. Magos enloquecidos que venden enormes partes de su cuerpo para dominar los elementos y encumbrarse sobre la humanidad. Estos magos peligrosos solo podrían ser detenidos por otros magos. Y nada más sencillo que detener a un mago como éste. Tan solo habría que dar la vida. 

Porque, en definitiva, en el juego de la balanza entre el sacrificio y el poder, no existe conjuro más poderoso que el que se convoca a cambio de la propia vida. El sacrificio de un solo hombre pondría a salvo a toda la humanidad. Parece un precio asumible, pero existe un problema: es una decisión estrictamente personal. No hay soldados ni ordenes, no existe la más mínima posibilidad de convencer a un mago para convertirse en kamikaze. Los resortes que los grandes estadistas y generales han movido durante nuestra historia para mandar a las masas al matadero no funcionan con un único ser humano instruido y autoconsciente, inmune a los fanatismos que mueven a los soldados suicidas. 

Antes de llegar hasta estos extremos habría mutilaciones por doquier, intentos desesperados por salvar al mundo y el propio pellejo por magos generosos que, sin dar la vida a cambio, no ven con malos ojos perder un par de piernas en el camino a la heroicidad. Dependiendo del poder del mago agresor, estos ejercicios de tibieza podrían incluso resultar exitosos. Pero ante una gran amenaza, solo una muerte podría decidir la balanza. 

Al final, después de mucho sufrimiento y muerte, uno de estos magos, tal vez por los motivos más egoístas, pondrá fin al ataque. Dará su vida y salvará a la humanidad. Esta humanidad mágica deberá acostumbrarse a que sus héroes solo lo sean en la muerte y la mutilación. En un desarrollo novelesco, este universo alberga un enigma, un juego para el lector. Se diría que este mundo mágico es el nuestro, y que esa magia autodestructiva existió y fue olvidada. Y que los magos actuales gustan de cortarse en dos en sus trucos de cabaret para recordar ciertas tradiciones que el mundo moderno sepultó.