Archive for julio 2011

La muerte en Londres I

Sería injusto decir que la muerte ronda Londres. La vitalidad de la urbe es evidente y por momentos opresiva, e incluso la tétrica imagen de lluvia y niebla resulta exagerada. No parece que haya nada que temer, o al menos no más que en cualquier otra ciudad. Pero una mirada al detalle revela ciertos artefactos de muerte, peculiares a su modo.

Enfrente de la estación de metro de Mile End Road aparecen, de golpe, dos de estos objetos. El primero, casi invisible dentro del ajetreo de la calle, es una bicicleta encadenada al enrejado. Llama la atención su antigüedad, la suciedad que la corroe, las flores que la adornan. Se trata de un monumento espontáneo en memoria de un accidente mortal. La recuerdo desde hace casi tres años, y ya era vieja entonces. Las flores, sin embargo, renacen cada semana.

En la misma puerta de la estación de metro, unos carteles advierten de otra tragedia. Son pequeñas pegatinas informativas colocadas por la policía y que piden la ayuda ciudadana para resolver un asesinato que sucedió allí mismo, un sábado noche tres meses atrás. La pegatina aparece en los idiomas mayoritarios de la zona, el inglés y el bengalí. Pegatinas semejantes adornan toda la ciudad.

Los muertos de las grandes guerras del siglo XX también están presentes. En Bethnal Green se rememora un bombardeo especialmente cruento durante la Segunda Guerra Mundial. En la esquina de un pequeño parque se enumeran los nombres de los muertos y se permiten los arreglos florales, siempre presentes y lozanos.

En Whitechapel la muerte se presenta en diferido, como anécdota local casi confundida con la leyenda, y sin ánimo conmemorativo. En las cercanías de Liverpool Street Station es frecuente encontrar grupos de visitantes absortos en las explicaciones de un guía. Se narran los detalles y se visitan los lugares donde fueron descubiertas las cinco víctimas de Jack El Destripador. En la misma zona, bajo el subsuelo, otra catástrofe más urgente permanece oculta a las miradas indiscretas: la del atentado en el metro del 7-J.

Pese a todo, la muerte en Londres no es una evidencia, y solo se presenta cara a cara en las sirenas de la policía. A cada hora, cada día y cada noche, la policía surca la ciudad de norte a sur (especialmente hacia el sur) y de este a oeste (o, siendo sincero, de oeste a este). Rutinarias y aun así aviso de lo que las estadísticas ya evidencian: que, como en cualquier otra gran ciudad, en Londres cada día hay muerte.

sobre un bar VII

Los sábados, el bar alquila sus instalaciones y personal a promotores que organizan fiestas privadas, por lo general cumpleaños para un público mayoritariamente negro. Cada semana un nuevo equipo toma posesión del bar, y hacen y deshacen a su antojo. Cada semana un promotor distinto, pero con similares resultados. Los mismos djs pincharán las mismas canciones, y no faltarán los himnos del momento y el baile final.

Cuando la fiesta termina, el publico es obligado a salir de golpe, sin demasiados miramientos. En la puerta les espera un grupo de promotores que publicitan fiestas futuras que organizarán en ese mismo bar o en cualquier otro. Son siempre las mismas caras. El mismo chico rubio y apocado que la semana pasada organizó un cumpleaños masivo está ahí, anticipando su turno del próximo sábado, repartiendo propaganda a las cuatro de la mañana en el centro de Londres.

sobre un bar VI

Una noche, tras limpiar los conductos de la cerveza, tal vez para servir de catadores y detectar algún posible resto de jabón, Erland nos ofreció un número exagerado de pintas de cerveza. Eran las 5 de la mañana de un sábado, tras la habitual fiesta privada.

Probé una Bass pero decidí finalmente por la pinta de Franziskaner. La cata se condujo dentro del clásico ambiente de confraternización, con sus fanfarronadas y sus bromas y risas y, como no, con comentarios venenosos sobre compañeros ausentes.

En un momento dado, Erland le dijo a Erin: canta. Y Erin cantó en Ave Maria de Schubert. No hubo provocación previa ni la más mínima mención que pudiese contextualizar la petición de Erland, pero el caso es que Erin comenzó a cantar de manera instantánea. Su actuación, en cualquier caso, se redujo al primer "ave Maria", esas dos únicas palabras con las que comienza el celebre himno.

Pero las contó muy bien, entonadas y altas, como un cantante de ópera. Nos dejó atónitos y algo asustados, porque Erin no es precisamente alguien que destaque por sus luces, con comportamientos raros e incompatibles con la cordura. Aquello parecía uno de esos resortes ilógicos que tienen los locos, y, conociéndose Erin y Erland desde hace años, la primera teoría es que Erland conocía el resorte y quiso activarlo. Su cara de estupor, he de decirlo, me hace dudar de esa tesis.

Volvió a repetir el Ave María con el mismo resultado, tal vez incluso más afinado si cabe. Erland lo remedó en falsete, con voz chistosa, intentando provocar algunas risas que silenciaran de una vez la tragedia de su amigo.

sobre un bar V

“Cada camarero llevará tres bolígrafos: uno para usarlo, otro para prestarlo y otro para perderlo”. Esta es una de las recomendaciones frente a la inminente temporada navideña que mejor recuerdo. Sintética y humorística, como gusta a los ingleses. Este tipo de pequeñas enseñanzas son habituales en el ecosistema laboral inglés. Palabrería de marketing asumida y convertida en lema por el manager de turno. Lo que un español diría en refranes, los ingleses lo lanzan como slogan.

Cada día de navidad se perdían, es un hecho, docenas de bolígrafos. La recomendación, claro está, era pertinente. Al final, de lo que se trataba era de acumular bolígrafos, botellas de champán, vasos limpios y todo tipo de licores y papeles. Un castizo andaluz diría “que no falte de na’”. Estas cosas que carraspean los andaluces son como cuchillas de afeitar.

sobre un bar IV

Los sábados se organizan fiestas privadas. No es el momento de detallar qué tipo de fiestas son ni las consecuencias que derivan. Durante toda la noche un grupo de djs se alterna para pinchar música negra, grave. El equipo de sonido ha sido instalado para la ocasión. Los bajos suenan guturales, casi inaudibles y aún así rotundos y vibrantes. El bar entero se conmueve frente al alarde de potencia. Las botellas bailan a cada golpe y, en un descuido, terminan en el suelo. Al final duele la cabeza.

Los clientes llegan tarde, pasada la madrugada. Pero la fiesta ha comenzado antes, mucho antes. De diez a once el dj de turno ofrece la misma música que sonará después. Pero a esa hora no hay nadie para escucharla. El dj pincha para sí mismo, para los trabajadores, que reciben le música con fastidio, pues ensordece sus charlas.