Apología del vendedor de coches

by parapo

Estuve pensando en aquella vez que acompañé a V. a un concesionario de Palma en busca de información sobre un coche que pretendía comprar. Nunca he sentido el más mínimo interés por los coches. Soy incapaz de distinguir modelos básicos, y por supuesto cualquier tecnicismo en torno a ellos me supera. Tampoco entiendo su belleza, aunque a veces crea intuirla.

Pero en un concesionario es sencillo empaparse de ciertos conceptos. Escuchando al vendedor, algunas cuestiones fueron quedando claras. No sabría reproducirlas, he olvidado cada detalle de aquel diálogo, pero recuerdo que en su momento pude distinguir las ventajas e inconvenientes de algunas variables, e incluso me atreví a teorizar sobre puntos concretos. Me hace mucha gracia recordarme explicando que tal cantidad de caballos me parecía una cifra sensata para un coche de ciudad. ¡Ni siquiera sé conducir!

La cuestión no queda reducida al interés que me producía intentar ayudar a V. en su decisión. El vendedor tuvo parte de culpa. El vendedor, como idea, es una figura fascinante. Una mezcla de charlatán y experto, un personaje obsesionado por el dinero que, muy a su pesar, necesita alternar la simple avaricia con un interés puro y legitimo en el bien de su cliente. Como dicen del diablo, en su discurso se mezclan mentiras con verdades, y es una labor ardua intentar desligar unas de otras. Por eso hablar con ellos es tan agotador.

El vendedor de coches, en concreto, me parece la especie más avanzada de esta peculiar raza de personas. Necesita de una cultura de cierto calado, técnica, extensa. Son muchos los modelos que se manejan, muchas las variables mecánicas entre ellos. Y son objetos caros. El comprador no va a aceptar un puñado de lugares comunes, no es una compra casual, irreflexiva. Dentro del atroz mundo de la publicidad, el vendedor da la cara y despliega su cinismo sin intermediarios. Es un ejercicio virtuoso, de honestidad, incluso aunque este surcado de mentiras piadosas y olvidos intencionados.