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Una de las figuras del parco dei monstri |
Durante el curso escolar 1999-2000 estuve estudiando en Milán gracias a la célebre beca Erasmus. No pudo haber mejor lugar para leer por primera vez Bomarzo, de Mujica Láinez. El libro llevaba un tiempo dando vueltas por mi casa, desde que mi hermana se había hecho con él durante sus estudios de bellas artes. A pesar de los años, conservo recuerdos aún nítidos de la novela, escenas concretas. Y por encima de todas las demás, la imagen de la guerra entre condottieri, aquellas avariciosas familias que desgarraron Italia durante siglos, que marcaron el devenir de sus ciudades-estado y cuyos nombres aún permanecen en el imaginario colectivo de la ambición y el poder: los Sforza, Farnese, Gonzaga, los Borgia...y los Orsini. La creación de Mujica, a medio camino entre la ficción y la historia, nace del fascinante retrato de Lotto, y encuentra su realización plena en la descripción de la guerra condottiera.
El resto de la trama, los delirios paranormales de Mujica, su querencia por los personajes transgeneracionales y los cameos de celebridades (convirtiendo Historia en novela, Mujica no renuncia a abarcar grandes cantidades de años ni a acumular apariciones insignes, aunque comprometa la verosimilitud de sus obras: tal es su marca de estilo, por encima de su prosa suntuosa, a decir de Borges, y esa manera suya de puntuar calificada de "perfecta"). Como novela, Bomarzo me dejó la arquitectura de las guerras italianas del renacimiento. Pero en mi vida (¿en cuantas otras no habrá influido de la misma forma?) Bomarzo marcó un punto en el mapa, un objetivo turístico de extraño atractivo: el parco dei monstri que Pier Francesco Orsini construyó en la novela y la Historia, a las afueras del pueblo que le da nombre: Bomarzo (ahora puedo pronunciarlo sin la claridad de la zeta española ni la profunda ese del habla argentina). Bomarzo, en italiano, cerca de Viterbo, en el Lazio.
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“Al pintor Miguel Ocampo y al poeta Guillermo Whitelow, con quienes estuve en Bomarzo, por primera vez, el 13 de julio de 1958.”
En el año 2003 conocí a Elias Z.,compañero de piso de mi amigo Víctor L., y estudiante de medicina. La primera noche que hablé con él me dio a conocer el proyecto que tenía para ese verano: una beca Erasmus en el sur de Italia, en el pueblo calabrés de Catanzaro. Sin dudarlo me ofrecí a acompañarlo. La promesa bien pudo ser entendida como un arrebato alcohólico sin mayor compromiso, pero seis meses después de aquella primera noche junto a Elias, en el mes de julio del 2003, tomamos un avión con destino a Roma junto a otro estudiante de medicina llamado F. El plan inicial de tres meses que aquella beca de verano otorgaba se habían reducido a 15 días de viaje por Italia, con una conveniente parada en Catanzaro para cumplir los compromisos burocráticos que la Unión Europea exigía. Entre medias, esta fue la única petición que hice, el verdadero motivo de mi presencia allí, deberíamos visitar Bomarzo.
No es mi intención referir día a día aquella zigzagueante quincena que nos condujo de Roma a Reggio, de Catanzaro a Messina, y de allí a Nápoles, y de Nápoles a Bolonia, y de Bolonia a Florencia, y de Florencia a, por fin, el Lazio, a Roma, con parada en Bomarzo.
No exactamente en Bomarzo, en realidad. Desconozco la situación actual, pero por aquellos años la estación más cercana era la que, en un alarde de optimismo, denominaban Attigliano- Bomarzo. Pero aquella estación era la de Attigliano, y Bomarzo, inaccesible excepto en coche, aún quedaba a siete kilómetros de distancia. Inaccesible excepto en coche o a pie.
Aquel viaje por Italia quedó plasmado en una libreta de apuntes. Escribo entonces:
27 de julio. Nos espera Bomarzo…
Pero antes, el infierno. El verdadero infierno. Desde Attigliano a Bomarzo hay siete kilómetros de subida. Con las maletas a cuestas, bajo el sol lacial de julio, el infierno está allí.
Y después el Parco dei monstri, construido por Orsini hace tantos años. Hoy en día es un circo, un reducto inaccesible para el caminante pero propicio para domingueros. Aún así, como tantas cosas en Italia, no se deja atropellar y su esencia pervive. Frente a aquellos monstruos renacentistas uno parece más perfecto, más humano. Había algo animal en quien proyectó aquello, algo salvaje.
Aquel paseo de siete kilómetros de ida y siete de vuelta, con la maleta a la espalda, bajo un sol vengativo, convirtió la visita a Bomarzo en un mínimo descanso de una hora entre el cansancio y el cansancio. Por más que intentamos conseguir un arreón, nadie quiso detenerse. Las carretera subía y bajaba, y el sol no cejaba en su dureza.
Otro tren, el que nos llevaría a Roma, esperaba, y tampoco había consigna donde dejar las maletas. Durante unos minutos discutimos la conveniencia de lo que debíamos hacer. A un lado de la balanza, 14 kilómetros agotadores y una visita turística relámpago que a mis acompañantes les interesaba especialmente poco. Por otro, la promesa explícita que se había firmado: yo había regresado a Italia para ver Bomarzo. Una vez calculamos que el proyecto era posible, que volveríamos a tiempo para agarrar el tren, iniciamos la caminata.
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Caminata hacia Bomarzo |
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El Vicino Orsini tailandés se llamaba Bunleua Sulilat. La creación de su mito es parca y concreta. Séptimo hijo (¿cómo no?) de una familia de ocho, en su tierna infancia cayó en una caverna y conoció a Keoku, un ermitaño que le inició en los secretos del budismo y el inframundo. Esta palabra se repite en todas sus biografías, aunque nunca queda explicada del todo. La visita a la Sala Keoku arroja cierta conocimiento sugerido.
Sala Keoku, uno de los dos parchi di monstri que contruyó, se encuentra en el pueblo fronterizo de Nong Khai. Al otro lado del Mekong, en Vientiane, existe un segundo parque hermano, el Buddha park, que no llegué a visitar, pero que en la distancia imagino.
Bunleua Sulilat, creador de mitos, del suyo propio por encima de todos, gurú de su sincrética versión del budismo/hinduismo, inició el primero de ellos, el del lado laosino, en el año 1958, el mismo año en el que Mujica Láinez visitó por primera vez Bomarzo junto a un pintor y un poeta. En 1975, tras huir del comunismo recién llegado a Laos, inició la Sala Keoku.
Lo que se encuentra el visitante excede cualquier idea preconcebida. Dos cuestiones puramente físicas se aúnan para crear la sugestiva y punzante sensación de gigantismo. El tamaño de algunas de las figuras, enormes, inhiestas en medio del campo tailandés (una de las más grandes, inconclusa y aun así espléndida, da la bienvenida desde una colina adyacente. Desde allí llegamos al parque, en bicicleta, y tuve que detenerme para contemplarla). Otra cuestión menos evidente y que sin embargo entiendo como vital para el funcionamiento estético del parque es el abigarramiento. Las más de doscientas estatuas se acumulan en un recinto no mayor de cien metros cuadrados.
Pero el parque no se detiene en estas funciones de tamaño y espacio. Las figuras, terribles algunas, de una belleza clásica y sin embargo con ese punto naïf inherente al autodidacta o por decisión consciente (imposible olvidar los cien perros de piedra persiguiendo al elefante, algunos de ellos humanizados, jugando o dentro de un pequeño coche, como recién sacados de un cómic de Hanna-Barbera), sorprenden en cada esquina. Las más monumentales reproducen escenas típicas budistas y personajes de la mitología hindú y del Ramakien, y destaca, no tanto por su tamaño como por sus cualidades simbólicas, su extraña contemporaneidad, un mandala de piedra al que se entra a través de una boca no distinta de aquella en Bomarzo del inferno intitulada Ogni pensiero vola.
En este mandala, Bunleua Sulilat plasmó en piedra su propia versión de la religión y la vida. Nos encontramos ante un texto colosal, un libro hecho de estatuas acumuladas, que se complementan y desarrollan las unas a las otras, como los adjetivos a los nombres y los verbos a la frase. Incomprensible y aún así fijada para siempre, la filosofía de Sulilat necesita ser explicada por iniciados, que no faltan: su legado artístico choca contra cualquier sensibilidad, como la creación de Orsini, viva cinco siglos después. Deseo a Sulilat una vida tan larga.
Llegar a la Sala Keoku no me costó el mismo esfuerzo que llegar a Bomarzo (a pesar de las ruedas deshinchadas de mi bicicleta), y los parques, a fin de cuentas, no tienen más relación que sus orígenes míticos y la impresión que dejan en el visitante, potente aunque de raíces diversas. El salvajismo y la violencia de Bomarzo contrasta con la divinidad pétrea de Keoku. El primero enlaza con Dante. El segundo con la sutra del diamante y el Ramayana.
Pero el rizoma común en mi memoria las une y revuelve, y salen juntas en medio de multitud de otras ideas, en un estallido confuso y contaminado con otras vidas, leídas o escuchadas, y otros recuerdos desconectados, quién sabe por qué, presentes a su lado.
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Sala Keoku |