Archive for marzo 2012

Visiones de Tailandia: Sastres


Dentro de mi imaginario, el sastre es,  por encima de todo, una persona a la que Manuel Vázquez debe dinero, y de la que huye. Porque antes siquiera de saber a qué se dedicaban, o de conocer las particularidades y connotaciones de vestir ropa de sastrería, yo ya me había hartado de ver a Vázquez huir de sus sastres en los cómics de Superhumor.

Nunca he ido a un sastre, y no me parece improbable pensar que nunca llegue a hacerlo. En Tailandia, en todas las ciudades que he visitado, una legión de ellos me han ofertado sus servicios. A mi, un objetivo tan dudoso, vestido siempre con camisetas, sucio y con mi mochila a cuestas. Y no solo a mi, sino a cualquier occidental que pase por ahí, como si no ser tailandés lleve consigo la marca del cliente potencial, del buscador se trajes a medida. Entiendo, aunque en el fondo maldigo, al buscador de gangas: los trajes aquí, supongo, son muchos más baratos que en occidente. Pero esta oferta hipertrofiada, omnipresente, este continuo acoso por parte de sastres voraces... 

Constituye un trágico equívoco tailandés el considerar al occidental ya no solo como una billetera con patas, sino como un fashionista irremediable que no puede dar un paseo a cualquier hora del día, en cualquier compañía y estado, sin verse atraído de manera inexorable a meterse con un desconocido en una habitación para que le hagan un traje a medida.

Visiones de Tailandia: Kamphaeng Phet


La visita a Kamphaeng Phet solo puede ser entendida como un gol de Lonely Planet y la Unesco. Sus ruinas históricas patrimonio de la humanidad resultan insignificantes y caras con respecto a las vecinas de Sukhothai. El pueblo en sí tampoco ofrece otras distracciones. Pero al final, su escaso atractivo se convierte en su única virtud. A pesar de Lonely Planet, a pesar de la Unesco, Kamphaeng Phet es un reducto libre de turistas.

No quiero ser malinterpretado. No me molesta la presencia razonable de turistas, y desconfío de los lugares donde no se dejan ver. No son ellos el problema, sino la metamorfosis, siempre a peor, que se da en los lugares que frecuentan. El lugareño de Kamphaeng Phet aun se muestra amable o esquivo sin tener en cuenta los intereses que puede extraer de cada conducta. Después de mucho tiempo sentí la sinceridad en los actos y la bendita incomprensión. Porque en Kamphaeng Phet nadie habla inglés.

El hotel también rememoraba otras épocas. Era un edificio árido, plagado de pasillos y habitaciones, con excesos propios de hoteles de lujo (los botones, recepcionistas en cada planta) en medio de habitaciones adornadas de lamparones de humedad. En aquel hormiguero tapizado uno pensaba que a la vuelta de cada recodo iba a encontrarse con las gemelas cefálicas de El resplandor

La mañana de nuestra marcha nos dirigimos con paso moroso hacia el centro del pueblo. Esperábamos que algún tuk-tuk nos ofreciese un viaje a la estación de autobuses, pero solo conseguimos entablar conversación con un amistoso policía al que le faltaba el dedo corazón de su mano derecha. Conseguimos a duras penas hacerle entender nuestros planes y enseguida nos ofreció una solución: una parada de songtaos donde nos llevarían hasta la estación en sí. Nos marco el camino con su mano talada, como si portase un rifle y apuntara hacia nuestro objetivo. Tras despedirnos nos dirigimos hacia el lugar señalado sin muchas esperanzas, pero allí estaba la parada. Una hora después estábamos sentados en el autobús que nos dejaría seis horas mas tarde en Ayutthaya. Pero el policía aun no había dicho la última palabra. 

Estábamos sentados en nuestros asientos al fondo del bus cuando alguien subió por las escaleras. Era el policía. Con evidente alivio al vernos, se dirigió de nuevo a nosotros en ese idioma imposible que alternaba seis palabras en tai por dos en inglés. Por sus gestos pudimos entender que nos habíamos separado y volvíamos a encontrarnos, y la alegría que aquello le trasmitía. Había una ternura muy especial en esa obviedad, y le sonreímos con toda nuestra amistad. El resto del pasaje se dio la vuelta para contemplar aquel diálogo casi mudo, y también sonrieron.

Visiones de Tailandia: Bomarzo


Una de las figuras del parco dei monstri

Durante el curso escolar 1999-2000 estuve estudiando en Milán gracias a la célebre beca Erasmus. No pudo haber mejor lugar para leer por primera vez Bomarzo, de Mujica Láinez. El libro llevaba un tiempo dando vueltas por mi casa, desde que mi hermana se había hecho con él durante sus estudios de bellas artes. A pesar de los años, conservo recuerdos aún nítidos de la novela, escenas concretas. Y por encima de todas las demás, la imagen de la guerra entre condottieri, aquellas avariciosas familias que desgarraron Italia durante siglos, que marcaron el devenir de sus ciudades-estado y cuyos nombres aún permanecen en el imaginario colectivo de la ambición y el poder: los Sforza, Farnese, Gonzaga, los Borgia...y los Orsini. La creación de Mujica, a medio camino entre la ficción y la historia, nace del fascinante retrato de Lotto, y encuentra su realización plena en la descripción de la guerra condottiera.

El resto de la trama, los delirios paranormales de Mujica, su querencia por los personajes transgeneracionales y los cameos de celebridades (convirtiendo Historia en novela, Mujica no renuncia a abarcar grandes cantidades de años ni a acumular apariciones insignes, aunque comprometa la verosimilitud de sus obras: tal es su marca de estilo, por encima de su prosa suntuosa, a decir de Borges, y esa manera suya de puntuar calificada de "perfecta"). Como novela, Bomarzo me dejó la arquitectura de las guerras italianas del renacimiento. Pero en mi vida (¿en cuantas otras no habrá influido de la misma forma?) Bomarzo marcó un punto en el mapa, un objetivo turístico de extraño atractivo: el parco dei monstri que Pier Francesco Orsini construyó en la novela y la Historia, a las afueras del pueblo que le da nombre: Bomarzo (ahora puedo pronunciarlo sin la claridad de la zeta española ni la profunda ese del habla argentina). Bomarzo, en italiano, cerca de Viterbo, en el Lazio.
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“Al pintor Miguel Ocampo y al poeta Guillermo Whitelow, con quienes estuve en Bomarzo, por primera vez, el 13 de julio de 1958.”

En el año 2003 conocí a Elias Z.,compañero de piso de mi amigo Víctor L., y estudiante de medicina. La primera noche que hablé con él me dio a conocer el proyecto que tenía para ese verano: una beca Erasmus en el sur de Italia, en el pueblo calabrés de Catanzaro. Sin dudarlo me ofrecí a acompañarlo. La promesa bien pudo ser entendida como un arrebato alcohólico sin mayor compromiso, pero seis meses después de aquella primera noche junto a Elias, en el mes de julio del 2003, tomamos un avión con destino a Roma junto a otro estudiante de medicina llamado F. El plan inicial de tres meses que aquella beca de verano otorgaba se habían reducido a 15 días de viaje por Italia, con una conveniente parada en Catanzaro para cumplir los compromisos burocráticos que la Unión Europea exigía. Entre medias, esta fue la única petición que hice, el verdadero motivo de mi presencia allí, deberíamos visitar Bomarzo. 

No es mi intención referir día a día aquella zigzagueante quincena que nos condujo de Roma a Reggio, de Catanzaro a Messina, y de allí a Nápoles, y de Nápoles a Bolonia, y de Bolonia a Florencia, y de Florencia a, por fin, el Lazio, a Roma, con parada en Bomarzo.

No exactamente en Bomarzo, en realidad. Desconozco la situación actual, pero por aquellos años la estación más cercana era la que, en un alarde de optimismo, denominaban Attigliano- Bomarzo. Pero aquella estación era la de Attigliano, y Bomarzo, inaccesible excepto en coche, aún quedaba a siete kilómetros de distancia. Inaccesible excepto en coche o a pie.

Aquel viaje por Italia quedó plasmado en una libreta de apuntes. Escribo entonces:
27 de julio. Nos espera Bomarzo… 

Pero antes, el infierno. El verdadero infierno. Desde Attigliano a Bomarzo hay siete kilómetros de subida. Con las maletas a cuestas, bajo el sol lacial de julio, el infierno está allí. 

Y después el Parco dei monstri, construido por Orsini hace tantos años. Hoy en día es un circo, un reducto inaccesible para el caminante pero propicio para domingueros. Aún así, como tantas cosas en Italia, no se deja atropellar y su esencia pervive. Frente a aquellos monstruos renacentistas uno parece más perfecto, más humano. Había algo animal en quien proyectó aquello, algo salvaje.

Aquel paseo de siete kilómetros de ida y siete de vuelta, con la maleta a la espalda, bajo un sol vengativo, convirtió la visita a Bomarzo en un mínimo descanso de una hora entre el cansancio y el cansancio. Por más que intentamos conseguir un arreón, nadie quiso detenerse. Las carretera subía y bajaba, y el sol no cejaba en su dureza. 

Otro tren, el que nos llevaría a Roma, esperaba, y tampoco había consigna donde dejar las maletas. Durante unos minutos discutimos la conveniencia de lo que debíamos hacer. A un lado de la balanza, 14 kilómetros agotadores y una visita turística relámpago que a mis acompañantes les interesaba especialmente poco. Por otro, la promesa explícita que se había firmado: yo había regresado a Italia para ver Bomarzo. Una vez calculamos que el proyecto era posible, que volveríamos a tiempo para agarrar el tren, iniciamos la caminata. 

Caminata hacia Bomarzo

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El Vicino Orsini tailandés se llamaba Bunleua Sulilat. La creación de su mito es parca y concreta. Séptimo hijo (¿cómo no?) de una familia de ocho, en su tierna infancia cayó en una caverna y conoció a Keoku, un ermitaño que le inició en los secretos del budismo y el inframundo. Esta palabra se repite en todas sus biografías, aunque nunca queda explicada del todo. La visita a la Sala Keoku arroja cierta conocimiento sugerido.

Sala Keoku, uno de los dos parchi di monstri  que contruyó, se encuentra en el pueblo fronterizo de Nong Khai. Al otro lado del Mekong, en Vientiane, existe un segundo parque hermano, el Buddha park, que no llegué a visitar, pero que en la distancia imagino. 

Bunleua Sulilat, creador de mitos, del suyo propio por encima de todos, gurú de su sincrética versión del budismo/hinduismo, inició el primero de ellos, el del lado laosino, en el año 1958, el mismo año en el que Mujica Láinez visitó por primera vez Bomarzo junto a un pintor y un poeta. En 1975, tras huir del comunismo recién llegado a Laos, inició la Sala Keoku.

Lo que se encuentra el visitante excede cualquier idea preconcebida. Dos cuestiones puramente físicas se aúnan para crear la sugestiva y punzante sensación de gigantismo. El tamaño de algunas de las figuras, enormes, inhiestas en medio del campo tailandés (una de las más grandes, inconclusa y aun así espléndida, da la bienvenida desde una colina adyacente. Desde allí llegamos al parque, en bicicleta, y tuve que detenerme para contemplarla). Otra cuestión menos evidente y que sin embargo entiendo como vital para el funcionamiento estético del parque es el abigarramiento. Las más de doscientas estatuas se acumulan en un recinto no mayor de cien metros cuadrados. 

Pero el parque no se detiene en estas funciones de tamaño y espacio. Las figuras, terribles algunas, de una belleza clásica y sin embargo con ese punto naïf inherente al autodidacta o por decisión consciente (imposible olvidar los cien perros de piedra persiguiendo al elefante, algunos de ellos humanizados, jugando o dentro de un pequeño coche, como recién sacados de un cómic de Hanna-Barbera), sorprenden en cada esquina. Las más monumentales reproducen escenas típicas budistas y personajes de la mitología hindú y del Ramakien, y destaca, no tanto por su tamaño como por sus cualidades simbólicas, su extraña contemporaneidad, un mandala de piedra al que se entra a través de una boca no distinta de aquella en Bomarzo del inferno intitulada Ogni pensiero vola.

En este mandala, Bunleua Sulilat plasmó en piedra su propia versión de la religión y la vida. Nos encontramos ante un texto colosal, un libro hecho de estatuas acumuladas, que se complementan y desarrollan las unas a las otras, como los adjetivos a los nombres y los verbos a la frase. Incomprensible y aún así fijada para siempre, la filosofía de Sulilat necesita ser explicada por iniciados, que no faltan: su legado artístico choca contra cualquier sensibilidad, como la creación de Orsini, viva cinco siglos después. Deseo a Sulilat una vida tan larga.

Llegar a la Sala Keoku no me costó el mismo esfuerzo que llegar a Bomarzo (a pesar de las ruedas deshinchadas de mi bicicleta), y los parques, a fin de cuentas, no tienen más relación que sus orígenes míticos y la impresión que dejan en el visitante, potente aunque de raíces diversas. El salvajismo y la violencia de Bomarzo contrasta con la divinidad pétrea de Keoku. El primero enlaza con Dante. El segundo con la sutra del diamante y el Ramayana.

Pero el rizoma común en mi memoria las une y revuelve, y salen juntas en medio de multitud de otras ideas, en un estallido confuso y contaminado con otras vidas, leídas o escuchadas, y otros recuerdos desconectados, quién sabe por qué, presentes a su lado.

Sala Keoku

Visiones de Laos: Tintin

En una librería de Vientiane he encontrado unos cuantos ejemplares de Tintin en el país de los soviets. No se trata de ediciones antiguas, y dudo que cuenten con las autorizaciones pertinentes. Este Tintin en blanco y negro, el primero de todos, se quedó fuera del corpus tradicional, cuyo primer número suele ser considerado el también polémico Tintin en el Congo. Leyéndolo no es difícil entender el porqué. En el país de los soviets, Tintin se limita a desvelar los trucos comunistas con los que la Rusia roja pretende impresionar a los invitados extranjeros (quemando rastrojos dentro de las fabricas para crear el humo de una falsa producción, por ejemplo) y la guerra sucia que llevan a cabo contra la oposición. Este Tintin era pura propaganda antisoviética para niños, y me resulta por completo chocante que la primera vez que haya visto un ejemplar físico sea precisamente en un país comunista. O la librera tiene un sentido del humor muy avanzado o se ha dejado embaucar por la portada. En cualquier caso, a nadie parece importarle.

Hojeando el ejemplar he vuelto a ver la manera irónica y terrible como Hergé retrata a los observadores internacionales. Uno de ellos, con aspecto británico caricaturizado (gran bigote, cardigan a cuadros, pantalones bombachos) bien podría ser Kingsley Amis. Esa generación de intelectuales británicos que se dejaron engañar por las bondades del stalinismo y que llegaron a negar a Solzhenitsyn es retratada con dureza por Martin Amis en Koba el temible. Hace cinco décadas conocieron la verdad de la Unión Soviética y revisaron sus posturas. Pero no hace ni un par de años que leí a una joven dirigente de Izquierda Unida lamentar la caída del muro. A veces ser progresista es una labor arqueológica.

Volviendo a Tintin, no es la primera vez que me reencuentro con él en Indochina. En Chiang Mai era frecuente encontrar ejemplares de Tintin en Tailandia, una nueva aventura escrita para mayor gloria del turismo tailandés. No recuerdo cuando, pero no es la primera vez que me encuentro con un Tintin apócrifo. Me recuerda a esos Sherlock Holmes que un escritor español está sacando a la venta últimamente (pensar en Sherlock Holmes es una de las pocas buenas costumbres que nos quedan, junto a la muerte y la siesta. La frase es de Borges, pero no puedo evitar traerla aquí y suscribirla).

Encontrar el Tintin antisoviético en Laos vuelve a poner en duda el compromiso comunista de este gobierno. Siendo justos, los únicos signos comunistas son las banderas soviéticas que adornan las calles, y las ocasionales camisetas de la estrella roja y la hoz y el martillo. Por lo demás, el laosino persigue las divisas extranjeras igual o mas que cualquier tailandés, y lo hace con idénticos medios. El omnipresente budismo, las artesanías, los restaurantes, tours y masajes. El muay thai se convierte en muay lao. La prostitución sigue ahí, para quien la quiera, y los clásicos gastronómicos tailandeses se niegan a abandonar las cartas. Las drogas, perseguidas en el lado capitalista del Mekong, parecen legales en determinadas ciudades laosinas. Tanto tiempo burlándonos del comunismo adolescente de pósters del Che y Silvio Rodríguez y resulta que hay un país que lo ha convertido en su ortodoxia.


Visiones de Tailandia: Accidentes




He sufrido tres accidentes de tráfico en mi vida, veniales todos ellos y, lo que parece más curioso, en tres autobuses. 

El primero sucedió en Palma de Mallorca. En el autobús numero 10, a las 8 de la mañana mientras acudía al trabajo. Una ranchera se saltó un ceda el paso y cruzó por delante del autobús, que la arrolló sin remedio. Como ya estaba cerca de la oficina abandoné el siniestro sin dejar más heridas que las psicológicas del conductor del bus, que vislumbraba una conversación poco amistosa con su jefe. Pero, como le repetía un pasajero, no fue su culpa.

El segundo fue en las montañas de Chiapas, en el sur de México. Habíamos contratado un tour que nos llevaría a visitar una serie de zonas de interés para culminar en las ruinas de Palenque. En esta ocasión no hubo intervención de segundos vehículos, y sin embargo lo recuerdo como el más peligroso de los tres. El minibús pinchó en medio de una de las innumerables y afiladas curvas de aquella carretera. La suerte nos condujo hacia un anden especialmente ancho, y no sucedió nada más allá del susto. Quedaron para el recuerdo los inevitables y bananeros intentos por arreglar el pinchazo que dieron como resultado la rotura de la dirección. Dos furgonetas nos recogieron una hora después. El nuevo conductor, más joven que el original, que se quedó junto a su víctima, ensayó antes de reiniciar la marcha un extraño diálogo con su compañero del otro vehículo que aún puedo repetir de corrido. En él se infundían ánimos ante lo que se avecinaba, al parecer una labor titánica y peligrosísima.

El tercer accidente sucedió aquí, en Tailandia, en el trayecto Chiang Mai Chiang Rai. El autobús ya estaba dando muestras de un comportamiento errático en las frenadas y francamente alarmante descendiendo cuestas. En un momento dado, un songtao repleto de escolares no pudo reaccionar al enésimo bocinazo y chocamos contra él. La única pérdida fue la del retrovisor del autobús y las dos horas de nuestro valioso tiempo que se quedaron en aquella carretera oscura.

Un nuevo vehículo terminó apareciendo, pero las emociones fuertes no desaparecieron. El conductor, acuciado por el retraso acumulado, convirtió las dos siguientes horas en un enervante rally. Finalmente, ya de noche, llegamos a Chiang Rai.

Chiapas, México